SI LA INTELECTUALIDAD EMPIEZA POR NEGARSE A UNO, ME DECLARO TONTO CONFESO
Como el turrón, como las campañas de Tráfico, como las oscuras golondrinas, cada año por estas fechas, desde hace ya seis, vuelve Gran Hermano. Ahora toca llevarse las manos a la cabeza y rasgarse en público las vestiduras si es que uno quiere seguir llevando la vitola de culto. Un paso en falso y dejas de estar en la élite intelectual de este país o de la tertulia del bar tu barrio. Y es que Gran Hermano comparte con Crónicas Marcianas y su irreconocible Sardá el dudoso honor de ser los programas de más audiencia sin que nadie los vea. Porque salvo que lo pillen a uno en un renuncio, para estar a la última hay que tener siempre a punto el tan manido recurso de "No, es que yo esos programas nos los veo".
Pues yo sí. Yo sí que los veo. Y eso no significa que me sienta representado por los concursantes, ni que esté de acuerdo con la manera de seleccionarlos, ni con las opiniones de presentadores y habitantes, ni por supuesto me quitan el sueño las nominaciones, pero me entretiene, que no es poco. Es más, las Noticias me deprimen y Gran Hermano me distrae. Y sé que lo que pega aquí es comulgar con el programa de Sánchez Dragó, pero mire usted, a riesgo de quedarme sin columna le aseguro que esos programas son infumables y más bien parecen, salvo honrosas excepciones -léase Manuel Toharia- concursos a ver quien dice el esnobismo más recalcitrante sin que se le trabe la lengua.
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